A 6000 metros de Altura
Respiraba con dificultad, de forma muy superficial. Costaba esfuerzo meter el aire en mis pulmones, en parte porque estábamos a quince grados bajo cero y me hacía daño la nariz al inspirar y en parte porque llevábamos tres horas subiendo por la nieve, en plena noche, a más de 5.000 metros de altura sobre el nivel del mar y estaba completamente reventado.
No entendía por qué me estaba haciendo esto a mí mismo.
¿Que sentido tenía poner mi cuerpo al límite, maltratarlo y sufrir por tener unas bonitas vistas o por poder decir a otras personas que había llegado caminando a la cima de una montaña?
El caso es que nunca me ha interesado lo mas mínimo el montañismo.
Sí, entiendo que pueda ser estimulante, un auténtico reto y que la naturaleza es espectacular ahí arriba. ¿Pero de verdad vale la pena todo ese sufrimiento físico y el correr el riesgo de sufrir un accidente, una enfermedad grave o incluso morir por ello?
La altura es mortal -literalmente- para el ser humano.
A 6.000 metros, el aire contiene aproximadamente la mitad de la cantidad de oxígeno que hay al nivel del mar, lo que lleva a una condición conocida como hipoxia, donde el cuerpo no recibe suficiente oxígeno.
Las personas pueden experimentar una serie de problemas de salud graves, como el edema pulmonar y cerebral (acumulación de líquido en esas zonas), problemas en la circulación sanguínea y otras complicaciones digestivas y respiratorias.
Y eso por no hablar de los efectos de una posible congelación, el riesgo de aludes, la ceguera de la nieve o de simplemente caer por una grieta o un precipicio.
La cosa se pone peor por encima de los 7.700 metros, un lugar conocido como la “zona de la muerte”, donde tus células directamente empiezan a morir y donde no es recomendable pasar más de unas pocas horas.
Todo esto lo aprendí leyendo un libro.
Siempre he sido demasiado influenciable por la lectura, los libros me han acompañado toda la vida y gracias a ellos he abierto mis horizontes, como cuando leí “Hacia rutas salvajes” escrito por Jon Krakauer y luego me fui a recorrer el mundo con una mochila.
Eso fue ya hace doce años.
Y no se por qué, a pesar de que esa historia me fascinó, nunca había buscado si su autor, Jon, había escrito otros libros.
Hasta ahora.
Su otro libro se titula “Mal de Altura”.
Lo descargué en formato ebook y estuve devorándolo mientras recorría Bolivia. En él explica una historia real, su propia expedición a la cumbre del Everest, cuando lo invitaron como reportero en el año 1996, uno de los años más trágicos de cuantos se recuerdan en la montaña más alta del mundo.
Muchos de sus compañeros de expedición murieron ahí arriba, incluido el líder y fundador de la agencia ‘Adventure Consultants’, de la cual él formaba parte ese año.
Me encantó el libro.
Me gustó e impresionó tanto que en seguida me puse a buscar expediciones cercanas. Había varias; por suerte la cordillera de los andes cruza Bolivia y el país tiene varios picos bastante altos.
Quería entender qué tenía eso de subir a una montaña arriesgando la vida, qué sentían y veían esos locos que querían conquistarlas.
Pero no quería pasar 10 días en una expedición para empezar, no, eso sería demasiado. Así que encontré el pico Huayna Potosí, muy cerca de la ciudad de la Paz. Había muchas agencias que ofrecían el mismo paquete: 3 días y 2 noches para subirlo y encima por un precio bastante económico.
Sin pensarlo más me apunté. Volé desde Sucre a la Paz un par de días antes para acabar de comprar lo que me faltaba: unos guantes, calcetines de invierno y una batería externa para el móvil, así como para no perder la adaptación a la altura -La Paz está a 3.500 metros- y entrenar un poco subiendo las duras cuestas de la ciudad.
El problema es que hace un mes y medio me torcí el tobillo y, a pesar de que he estado haciendo ejercicio, no he hecho aún nada de cardio, algo que sería esencial para subir una montaña. Pero en aquel momento no creí que eso fuese ningún impedimento.
Al fin y al cabo, al Huayna Potosí le llaman el pico “más fácil” de 6.000 metros. Concretamente tiene 6.088 de altura.
Llegó el viernes. Me tuve que levantar pronto porque habíamos quedado a las 8.30h en una plaza del centro. Lo único que sabía es que tenía que llevar ropa calentita, gafas de sol, agua, papel de váter, crema solar y algunos snacks.
En seguida llegó el guía, Agustín, y los demás integrantes del grupo: Amélie y Thomas, una pareja Francesa, Victoria de Bulgaria, Nico -que luego tendría un papel decisivo en mi subida- de Brasil, Lili de Alemania y Frensme, también de Francia.
Nos subieron a todos en una furgoneta y la primera parada fué en una pequeña casa a las afueras, para que nos probásemos parte del equipo que ellos nos dejaban: las chaquetas polares, las botas de montaña, el pantalón impermeable, las polainas y los guantes. Más tarde nos darían también los sacos de dormir, los crampones (unos pinchos que se atan a la suela de las botas para poder escalar en hielo o nieve), el casco, el arnés y el piolet (una herramienta con forma de hacha que se clava para ayudarte a subir o bajar).
Todo eso estaba incluido en el precio de la expedición, así como el alojamiento para las dos noches y todas las comidas principales.
Campo Base (4.800 metros)
Llegamos al campo base un par de horas más tarde. Se llama así porque siempre es el lugar desde donde parten todas las expediciones a una montaña y suele estar más o menos en la base de la misma. Luego, dependiendo de la altura o dificultad, puede haber otros campos a más altura. El Everest por ejemplo tiene cuatro.
El campo base del Huayna Potosí está a justo 4.800 metros, algo nada despreciable si tenemos en cuenta que es la misma altitud del Mont Blanc, la montaña más alta de Francia.
Por el camino iba dislumbrando el pico, majestuoso y completamente nevado, y me preguntaba cómo sería el estar recorriéndolo. Lo sabría en menos de dos días.
El pequeño edificio del campo base se componía de dos pisos, el superior una sola estancia, enorme, con multitud de colchones en el suelo alrededor de las paredes. Sin ningún tipo de privacidad, esa iba a ser nuestra habitación para las aproximadamente 20 personas que estábamos allí.
El inferior una cocina, un comedor con varias mesas alargadas y un recibidor donde poder dejar las botas y alguna que otra pertenencia.
Los baños estaban fuera, si es que se podían llamar así. Eran dos pequeños váteres, sin lavamanos ni ducha ni espejo. No, ya estaba claro que las duchas iban a ser inexistentes durante esos días.
Cerca de los baños también había un enorme tanque azul de agua potable, con un grifo donde poder sacar algo para beber, lavarse los dientes o la cara.
Después de organizar las cosas y comer arroz con pollo, Agustín nos instó a ponernos encima todo el equipo porque, según nos comentó, íbamos a ir a un glaciar cercano a hacer prácticas.
Las botas eran realmente duras y la chaqueta muy calentita. Caminamos alrededor de una hora entre rocas, lagos grises y charcas congeladas hasta llegar al glaciar. No lo parecía, puesto que en su gran mayoría también era gris, en vez de blanco. Pero sí, era puro hielo.
El guía entonces nos enseñó a ponernos los crampones en las botas y la mejor técnica para, junto con el piolet, subir y bajar las cuestas de nieve. Practicamos un poco y después nos tocó atarnos una cuerda al arnés para realizar la segunda práctica: una subida a una pared de hielo totalmente vertical y la bajada haciendo rappel. Divertido, aunque también muy cansado.
A pesar de estar rodeados de hielo, en cuanto salía el sol hacía un calor abrasador, probablemente por la altura.
Ese primer día volvimos al campo base y no hubo más que destacar. Nos fuimos a dormir pronto porque a causa de la altura todo el mundo estaba cansadísimo y tocaba levantarse a las 7h al día siguiente.
Pero dormir es un decir. Ya durante la cena me empezó a doler la cabeza, en la parte de atrás, en las cervicales. Hacía muchísimos años que no me pasaba, así que supe en seguida que se debía a la altura y la falta de oxígeno. Ya estirado en la cama, mi corazón estaba acelerado, igual que si tuviese ansiedad o acabara de salir a correr. Y tampoco podía respirar bien, mis fosas nasales estaban medio taponadas.
Así que pasé muchas horas despierto en la cama, intentando respirar hondo, hasta que caí rendido. A lo largo de la noche me desperté varias veces y creo que al final dormí unas 6 horas de poca calidad.
Por suerte, el plan matutino del sábado era desayunar a las 8h, descansar un poco, comer a las 11.30h y luego partir con todas nuestras pertenencias hacia el Campo Alto.
Hacer una siesta era imposible, así que me quedé en la cama leyendo y hablando con algunos de mis compañeros. Sabía que, si quería estar bien, tenía que aprovechar hasta la más mínima oportunidad para descansar e hidratarme mucho, beber mucha agua.
Funcionó. No me dolía nada, ya solo sentía un poco de cansancio, así que me alegré.
Poco más allá de mediodía, los guías nos ayudaron a meter todo en la mochila, cual Tetris. Eran mochilas enormes, de 60 litros, pero iban hasta los topes con toda nuestra ropa, el saco de dormir, las botas, la chaqueta polar, los crampones, el piolet y el agua. Debían pesar unos 13 o 14kg, nunca en mi vida había cargado con una tan grande.
Nos esperaba una caminata de 500 metros de desnivel, durante dos horas y media, para llegar al Campo Alto, a unos 5.300 metros de altura. Desde allí saldríamos al día siguiente para la tentativa de subida a la cima de la montaña.
Fue duro, no tanto por la caminata en sí misma sino por tener que llevar todo ese peso en la espalda y por la maldita altitud, que me hacía boquear para tener que coger el suficiente aire. El sol era tan intenso que tenía que llevar gorro y la cara completamente blanca, untada hasta arriba de crema solar.
Pero al fin, después de varias paradas, llegamos.
Campo Alto (5.300 metros)
Ese segundo Campo estaba justo en el borde donde empezaba la zona nevada de la montaña, a la misma altura que el campo Base del Everest. La imponente cumbre del Huayna Potosí se vislumbraba en algunos momentos, cuando las veloces nubes daban tregua.
Las vistas eran bonitas, pero no pude apreciarlas mucho rato. Hacía demasiado frío fuera, así que no salíamos a menudo. Además, el edificio de este segundo campo debía tener un tejado hecho de plástico, porque dentro, en la habitación con literas, se sentía como una sauna. Bonito contraste.
Los baños en el exterior eran aún peores que en el campo base. Había váteres, sí, pero daban directamente a un cubo unos cuantos metros más abajo. Olía a demonios.
El tiempo apremiaba. Eran las cuatro de la tarde, pero el plan era cenar a las 17.30h e irse acto seguido a la cama. Nos íbamos a levantar a las 12 de la noche para empezar la ascensión al pico a eso de la una y media.
Que absurdo empezar a subir de noche, pensé. Pero no, todo tenía su explicación: durante el día era muy peligroso subir, ya que casi siempre el sol empezaba a derretir el hielo y la nieve y el riesgo de aludes se intensificaba. Además, durante la noche la nieve está más compacta y es más sencillo caminar.
Ya muchos de mis compañeros no podían casi engullir la cena. A esas alturas se te quita toda el hambre, pero necesitas forzar un poco y meter hidratos de carbono en tu cuerpo. La energía necesaria para subir, porque las proteínas se digieren aún peor.
Creo que fui el primero en meterme en la cama en cuanto terminamos. Pero antes, Agustín nos dio unas indicaciones: la subida serían unas 5 horas de caminata, sumándole unas dos y media de bajada, pasando por un par de lugares en los que habría que “escalar” ayudados por el piolet. Además, habría un guía cada dos o tres personas e irían atados a él con una cuerda. Decidimos que las tres chicas de mi equipo irían con él, la pareja francesa con otro y Nico -el chico brasileño- y yo mismo con el tercer guía.
Me parecía bien ir con Nico. Me caía bien y era la primera vez que subía una montaña, como yo. Y según él mismo me comentó, con sus 93 kilos de peso no estaba actualmente en muy buena forma. En esas condiciones mías de cansancio y mal de altura, pensé que estaríamos en una situación similar, lo cual es importante para escoger un compañero de subida.
Así que a las seis de la tarde ya estaba en mi litera. Aún tendría 6 horas para descansar.
Ingenuo de mí.
No podía pegar ojo porque aún había luz. En cuanto oscureció, el resto de personas -dormíamos todos, clientes y guías en la misma habitación- empezó a hacer ruido preparando sus mochilas para el día siguiente y metiéndose en sus sacos, excitados ante la perspectiva del domingo.
Nada más se hizo el silencio, alguien empezó a roncar de forma estrepitosa. Que debían ser, ¿las siete y media ya?
Así siguió durante una hora o más.
Para entonces ya me había vuelto el dolor de cabeza en las cervicales y no podía respirar correctamente. No solo eso, sino que mi barriga empezaba a molestarme también.
Intenté no hacer demasiado caso a esas sensaciones, pero dormir era tarea imposible. Así que bajé de la cama y salí al exterior en dirección a las letrinas, por llamar de alguna manera a esos baños. Hacía mucho frío. Cientos de miles de estrellas cubrían el cielo y la vía láctea era perfectamente visible, perdiéndose en lo alto de la cima de la montaña, que se vislumbraba gracias a la luz de éstas.
Vaciado el estómago y casi encontrándome peor que antes, volví a la cama.
Había pasado tanto rato, que decidí mirar el reloj del móvil.
Las 22.38h. Madre mía.
Me quedaba poco más de una hora y seguía sin tener ni pizca de sueño. Estaba demasiado cansado y me sentía demasiado enfermo para dormir, si es que eso es posible.
Pero en algún momento dado, perdí por fin la conciencia.
Ascensión a la Cumbre (6.088 metros)
Según mis cálculos, había dormido unos 30 minutos cuando la alarma de alguien sonó.
Me encontraba realmente mal.
Al igual que todos los demás, medio dormidos, empecé a vestirme con toda la parafernalia y luego me dirigí al comedor. Había desayuno y era importante comer algo para tener energía, pero mi barriga simplemente no estaba para eso y no probé bocado.
Con Nico, decidimos que solo llevaríamos una mochila y nos la iríamos turnando. En ella simplemente llevaríamos agua y los snacks, en mi caso frutos secos, un Snickers y un Kitkat. La verdad es que los chocolates no me atraían para nada, hace años que no como ese tipo de azúcares procesados, pero leí que era importante porque te daban esa energía rápida tan necesaria, así que los llevaba por si acaso.
Salí fuera un rato y me encontré a Victoria, una chica muy guapa y enérgica de mi grupo que también se encontraba bastante mal del estómago. Me dijo que, según su experiencia, en cuanto empezase a moverme montaña arriba me encontraría mejor. También me dio electrolitos en polvo para poner en mi botella de agua, cosa que agradecí.
Frensme, la chica francesa, también me ofreció pastillas para el mal de altura. El problema es que también hace muchísimos años que no me tomo ninguna pastilla, así que decliné su oferta amablemente. Prefería que todo fuese natural.
Así que nada, tocaba echarle valor al asunto.
A eso de la 1 y pico, salimos todos a la zona de nieve, con nuestras linternas frontales, para ponernos los crampones en las botas y el arnés. Oliver, nuestro guía, nos ató con la cuerda. Él iría primero, Nico siguiéndole y yo cerraría la marcha.
Hacía mucho frío, bajo cero, pero el cielo estaba despejado.
Empezamos a caminar cuesta arriba y pronto me di cuenta de que aquello sería mucho peor de lo que había imaginado. No tenía un cubrecuello -también llamado Buff o Braga- así que tenía que subirme la cremallera del polar y aguantarlo con una mano para que me cubriese la boca, mientras con la otra utilizaba el piolet.
Intenté respirar por la nariz el máximo tiempo posible, ya que siempre es mejor, pero entre que el aire estaba gélido y que me quedaba sin oxígeno suficiente por el cansancio, pronto empecé a respirar continuamente por la boca.
Al ser noche cerrada, casi no se veía nada. Pero yo tampoco lo pretendía, no tenía ningún sentido mirar hacia la cima y desanimarme o a los otros puntos de luz, a mis compañeros. Solo tenía que centrarme en el siguiente paso, así que, durante muchísimo rato, lo único que vi son las pantorrillas y las botas de Nico, que me precedía, y los pocos metros de nieve que había entre nosotros y que mi frontal iluminaba escasamente.
La chaqueta polar tenía capucha y pronto me la puse por encima del gorro de Alpaca y el casco, dejando solo una abertura para mis ojos. Demasiado frío. Entonces, se me empañaban las gafas por respirar dentro de la chaqueta y casi no veía nada. Pero me daba igual, iba atado a los demás siguiendo su estela y solo me hacía falta ver a un metro o dos de distancia.
Cada cierto tiempo -media hora o veinte minutos- íbamos parando para descansar. El problema es que no podíamos parar mucho rato, menos de cinco minutos, porque entonces empezaba a hacer mucho más frío. Además, teníamos que llegar si o si a la cima antes de las 7 de la mañana, porque después de esa hora ya se tornaba peligroso.
Me obligué a comer algo en cada parada y beber unos tragos de agua con electrolitos, o me quedaría sin gasolina muy pronto. Sabía que el chocolate no me sentaría bien en la barriga, pero igualmente iba mordiendo unos trozos de Kitkat.
Cada vez que parábamos, Nico y yo nos turnábamos la mochila con los víveres. Lo veía cansado, pero no más que yo. Oliver estaba en cambio como una rosa. Le pregunté que cuántas veces tenía que subir el Huayna y me comentó que cuatro a la semana, con una enmedio de descanso. De locos. Para él eso era el día a día.
Al cabo de unas tres horas -no lo sé bien porque no miraba el reloj ni sacaba el móvil para nada, no tenía fuerzas para ello- nos empezó a preguntar que si queríamos continuar. En cada parada, yo le decía que en la siguiente veríamos. No me importaba demasiado llegar a la cima, pero si quería llegar hasta mi límite.
Pasamos por varias zonas realmente peligrosas y muy bonitas, como una sección de cierta dificultad técnica llamada ‘pala chica’, de una pendiente de 45 grados en la que había que cogerse a cuerdas y clavar el piolet para darse impulso hacia arriba, o un par de pasos de un metro de ancho en los que había caídas a ambos lados, pero no ví lo que había en el fondo.
Mi respiración era horrible, completamente entrecortada. Cada vez que nos deteníamos, quería estar más rato sentado, pero entonces me cogía aún más frío. Pronto esas paradas ya casi no servían de nada y, en cuanto reanudábamos la marcha, me sentía otra vez cansadísimo. Nunca me había encontrado tan mal ni había tenido tanto frío.
Oliver nos comentó que teníamos que guardar algo para la bajada, que también era muy dura. No le creí del todo. Bajar es lo mas fácil, ¿no?. No, él insistía en que era lo más difícil. Sí, definitivamente me estaba engañando.
Caminaba realmente despacio. No podía más. Hace varios años completé la maratón de Barcelona, 42km sin parar, y esa fue mi peor experiencia física. Ésta le estaba ganando ya la partida, porque no recordaba haberme encontrado tan mal nunca, si descontamos enfermedades. En la maratón sabía que podía detenerme si pasaba algo, pero aquí no existía esa opción. Podía volver atrás, sí, pero aún quedaba todo el descenso.
Horas de descenso.
En uno de los descansos, nada más sentarme me vinieron dos arcadas. Ahí ya me asusté un poco y decidí que continuaría un poco más, pero tendría muy en cuenta el no seguir destrozando mi cuerpo si cuando parásemos de nuevo me seguía encontrando mal.
Y así fue. Lo había meditado mucho rato, intentando retrasarlo lo máximo posible, pero en ese instante decidí que ese era el tope para mí ese día y que había llegado al límite de mis fuerzas.
Estábamos entre 5.800 y 5.900 metros, me comentó Oliver. La misma altura del Kilimanjaro, la montaña más alta de África. Aún quedaban entre una hora y hora y media para llegar al pico, dependiendo de nuestro ritmo.
Pero yo no quería volver si Nico no estaba también convencido. Quizá el subir ahí arriba era aún una opción realista para él y no quería arruinarle su “sueño”. Lo hablamos. Nos comentó que le hubiera gustado continuar, pero que no quería poner en riesgo su salud, así que estaba más que conforme con la decisión de dar la vuelta en ese momento.
Oliver, aunque parco en palabras, nos apoyó. Volvió a remarcar que era muy importante guardar energía para la bajada.
Hacía un frío horroroso ahí arriba, según él debíamos estar por lo menos a 15 grados bajo cero. Cuando volví a dar un trago de agua a la botella, trozos de hielo se me metieron también en la boca. Luego me puse dos guantes en cada mano y aún así los sentí fríos.
En cuanto dimos la vuelta y empezamos a bajar, sentí un gran alivio. No me importaba lo más mínimo llegar a la cima. Hubiera estado bien, sí, pero sé que tampoco lo hubiese disfrutado en ese estado. Y poco le importa a mi ego el decir que he llegado o no arriba de una montaña, no es algo que me proporcione ningún orgullo. Seguramente no tengo sangre de montañista, básicamente porque nací a orillas del mar y en cambio sí que me excita y conmueve el haber surfeado una buena ola.
Pronto me di cuenta de que Oliver tenía razón. Bajábamos y bajábamos, pero el camino no se hacía más fácil, era demasiado largo, estábamos demasiado cansados y seguía haciendo demasiado frío. Al menos pronto amanecería, ya eran las 6 de la mañana.
Al haber cambiado de sentido, yo era el que abría la marcha, seguido de Nico y Oliver. Y en un momento dado, reparé en que Nico no estaba bien.
Respiraba muy pesadamente, tenía la mirada perdida y, cada vez que parábamos, se tiraba en la nieve y ya no bebía ni comía nada.
Parábamos cada vez más a menudo por insistencia suya pero casi no podía articular palabra y yo, preocupado por él, intentaba darle conversación y ánimos, preguntándole como estaba, diciéndole que cada vez quedaba menos y recordándole que bebiese agua.
Pronto empezó a caminar como un auténtico zombie, dando tumbos. Tuvimos que descender de nuevo por la “pala chica” y fue toda una odisea. Luego, al pasar por aquellas zonas estrechas entre dos pequeños precipicios, temí que en cualquier momento Nico fuese a perder el pie o desmayarse y nos arrastrara a los otros dos al fondo de ese abismo.
Sentí como mi vida corría peligro. Un miedo muy profundo y probablemente irracional que no había sentido desde cuando estuve en El Salvador y no podía volver a la playa con la tabla de surf porque la corriente me arrastraba mar adentro y que solo he sentido en contadas veces en mi vida.
Recordé cualquier tarde-noche en la cama, calentito, mirando una película en el ordenador y pensé que daría cualquier cosa por volver a sentir esa paz y esa tranquilidad.
Vaya lío en el que me había metido.
Y empecé a ver la luz. Literalmente. El sol estaba saliendo y, mientras descendía abriendo la marcha, el paisaje más magnífico que probablemente he visto nunca se mostró ante mi. Las siluetas de la montaña, la nieve, el color rojizo del cielo y un mar de nubes a la izquierda, mientras las luces de la ciudad de la Paz se mostraban a la derecha. Una auténtica maravilla.
En ese momento empecé a llorar silenciosamente. Esa combinación de belleza natural con el soltar toda la tensión y el estrés de las últimas horas, junto con el cansancio extremo. Una combinación espectacular.
Ya me sentía a salvo, quedaban solo las zonas más sencillas y sabía que ya no nos pasaría nada.
Me tuve que poner las gafas de sol encima de las normales. No tengo gafas de sol graduadas, nunca las he tenido porque muchas veces llevo lentillas, así que ese precario invento impediría que me dolieran los ojos debido al intenso resplandor del sol en la nieve.
A duras penas recorrimos el último trecho, Nico por suerte sin desmayarse. Mi cuerpo estaba completamente destrozado, me dolía todo. Vimos el campamento base, ahí abajo a lo lejos. Listo, ¡conseguido!
Por fin.
Dudé que pudiese quitarme los crampones y el arnés solo, pero pude. Únicamente pensaba en ir al lavabo y tirarme en la cama. Nos recomendaron encarecidamente que no durmiéramos aún a esa altura, porque sino nos daría un fuerte dolor de cabeza, así que esperé.
Al cabo de unos minutos empezaron a llegar otras personas. Muchos -la mayoría- habían llegado hasta arriba pero eso no me hizo sentirme mal por no haberlo conseguido, para nada, todo lo contrario. Estaba muy contento por ellos. Para mí había sido toda una aventura, una odisea. Y me encontraba fatal, no tenía ningunas ganas de haber continuado hasta la cima.
Vuelta a la Paz (3.500 metros)
Luego tuvimos que volver al Campo Base con esas pesadas mochilas, casi dos horas más de caminata. Comimos y volvimos a la Paz en furgoneta. Reímos y charlamos sobre la experiencia. Nos hicimos muy buenos amigos. Me duché después de tres días. Salí a cenar fuera. Y esa noche estuve en mi cama calentito viendo la película “Everest”, agradeciendo a la vida la experiencia y el poder disfrutar de todas esas comodidades.
Ahí arriba me juré que nunca más volvería a hacer algo así. Simplemente no lo disfrutaba.
Ahora, visto con unos días de perspectiva, entiendo que hubo muchas cosas que hice mal o que simplemente no se dieron adecuadamente, por falta de conocimiento:
- Tendría que haber entrenado mucho más cardio en intensidad, en vez de intentar subir a una cima relativamente poco después de torcerme un tobillo.
- Podría haberme adaptado mejor a la altura, simplemente pasando más días a 4.800 metros.
- Tendría que haber llevado un buen cubrecuello que me permitiese respirar correctamente.
- No debería haber comido chocolate ni esas cosas que sé que no me sientan bien.
- Debería haber llevado unas gafas de sol graduadas.
Ese es el aprendizaje sobre los tecnicismos.
El aprendizaje personal, por otra parte, fué que el límite de mis fuerzas estaba mucho más allá de donde yo creía que era posible. Me sorprendió mucho el encontrarme tan mal, estar tan cansado físicamente y aún así subir hasta ahí arriba caminando tantas horas en el frío y a esas altitudes.
También he aprendido que no me hace ninguna gracia el “hacer daño” a mi cuerpo, aunque eso ya lo sabía. Quiero volver a subir montañas, pero no tan altas. Y creo que, según lo que vi este fin de semana, me gustaría mucho más hacerlo con cuerdas, tipo escalada. Eso sí que me apetece mucho probarlo.
En fin, voy a descargarme el otro ensayo de Jon Krakauer para leer próximamente.
Se titula “La maldita obsesión de subir montañas”.
Espero que sea interesante.