Empacho de Viaje
Me siento empachado de viajar.
Llevo más de seis meses cambiando de lugar, sin pasar más de dos semanas en el mismo sitio.
Miro por el gran ventanal que hay al lado de mi cama, en este Airbnb con increíbles vistas a la ciudad de Sucre, en Bolivia. Lo tengo todo: ahorros y tiempo para realizar aquello que es un sueño de muchos, viajar por el mundo indefinidamente.
Sin embargo me falta lo más importante, mi familia y mis amigos.
A veces sin querer comparo este viaje con el que hice hace ya una década, en el que tenía los ahorros justos para estar unos pocos meses dando vueltas. En ese momento, si hubiera tenido el dinero, hubiera seguido quizá durante varios años seguidos. Tenía sed de mundo, sed de libertad y de nuevas experiencias. No me importaba el cómo.
Ahora con 35 años, es diferente. Me lo he pasado relativamente bien, he conocido nuevas culturas y sociedades, formas de vivir y he tenido experiencias que me han puesto al límite. He conocido muchísimas personas y he salido completamente de todas mis áreas de confort. He evolucionado como persona de nuevo.
Pero todo es efímero.
Es normal, la propia naturaleza de un viaje así. Intento cubrir esa falta de estabilidad y continuidad con nuevas experiencias y aventuras que me mantengan ocupado, con situaciones que nunca he vivido y que supongan un reto para mí, como el subir una montaña o visitar lugares de escándalo, como el salar de Uyuni o el Machu Picchu. Y si me aburro en un lugar, cosa que me pasa ya cada pocos días, simplemente tomo un bus o un avión y me voy. Hacia el siguiente destino, la siguiente ciudad, el siguiente país. Nunca se acaban. Siempre hay más.
Ya he comprado el billete de vuelta para volver a España, el 15 de Junio desde Santiago de Chile.
Y nada me hace más ilusión que volver. Nada.
Veo por Whatsapp las fotos de mis hermanos, de mi madre, de mi familia reunida. De mis amigos celebrando un cumpleaños. Enterándome de cuando quedan para ir a cenar todos juntos o para ver un partido de fútbol que a mi ni siquiera me interesa. Pero me gustaría estar allí.
En la escala de valores de mi vida, las personas a las que quiero están en la parte de arriba. Y tengo la suerte de querer a muchas: padre, madre, padrastro, madrastra, hermanos, hermanas, medio hermana, sobrino, amigos, amigas, tios, tias, primos, primas… Y no están arriba justito en esa escala, sino a verdaderos años luz de otras cosas como podrían ser mi carrera profesional, la diversión, el dinero o, por supuesto, los viajes.
Sé que no existe nada más importante en la vida que las personas con las que la compartes.
Sé que volveré y será muy emocionante verlos, a cada uno de ellos.
También sé que, al cabo de pocas semanas o un mes, será normal estar allí. Habré visto a mis hermanos muchos días seguidos y, por la mañana, solo intercambiaremos un “Hola, ¿qué tal?” bastante escueto antes de que cada uno se vaya a hacer sus cosas y que rechazaré una invitación de mis amigos para salir de fiesta si ya los he visto el día antes para ir al cine.
La naturaleza humana es curiosa.
Pero sé que algo quedará de todo ésto. Sé que me pongo en situaciones extrañas a propósito, como este viaje, porque de todo estos sentimientos, de ese echar de menos, siempre queda un residuo clavado en el corazón. Un residuo que hará que valore más el estar con ellos en el día a día, cuando la rutina haga su aparición.
Al final lo que siento ahora es sufrimiento, aunque esté cubierto por capas racionales de “pero esque yo lo he elegido” o “bueno pero si en un mes ya vuelves, no queda nada” o “calla que eres un privilegiado y a muchos les encantaría vivir lo que estás viviendo”.
El sufrimiento que proviene de estar lejos de tus seres queridos.
Por eso este es un llamado.
Un llamado para quien esté leyendo y un llamado para mí mismo cuando, dentro de varios meses o años, vuelva a releer lo que escribí cuando estaba en la otra punta del mundo.
Un llamado a despertar, a valorar a los que tienes y los que te rodean en este instante. A tu situación de vida actual, a las personas que forman parte de tu vida y que siempre han estado allí, porque un día, cuando menos lo esperes, o no estarán ellas o ya no estarás tu.
Nuestra mente es demasiado inteligente y bloquea esas sensaciones, nuestro propio conocimiento de la mortalidad, para que todo parezca eterno en un momento dado. Si, tu sabes racionalmente que un dia morirás, pero en el fondo ni lo crees ni lo sientes. No va a ser hoy. Ni mañana. Ni pasado. Ni la semana que viene o el mes que viene. Ni siquiera el año que viene.
Así que te olvidas completamente de ello. Tu mente lo elimina, no existe. Así es mucho más fácil vivir.
Solo te tienes que preocupar de qué ropa te vas a poner hoy, de si el niño está bien, de no llegar tarde al trabajo, de cómo vas a pagar eso, de enviar ese whatsapp y de preparar la cena.
Un día a día que cada vez es más rápido, cuanto mayor te haces.
El tiempo es eterno cuando eres niño, cuando vas al colegio. Al empezar las clases en Septiembre, el fin de curso y las vacaciones de verano están, literalmente, a una década de distancia. Así de largo te parece un año entero. Esos años parece que nunca se acaban.
Pero luego te empiezas a hacer mayor y, anda, que curioso. Este último año en mi trabajo se pasó volando, ¿como puede ser? Y después miras atrás y un par de años ya es relativamente poco. Y en algún otro punto, empiezas a contar en décadas.
El concepto del tiempo es una fascinación para mi, porque permea todo en nuestra vida.
Según una teoría propia, cada vez parece que transcurre más rápido porque, cuanto más mayor te haces, menos situaciones y emociones nuevas vives. Cuando eres niño todo es nuevo y hay una primera vez para cada cosa. Luego, a medida que pasan los años. al ser ya situaciones más o menos conocidas, no les prestas tanta atención, no estás presente. Tu mente racional las ha clasificado ya, están en tu almacén cerebral.
Así que solo tienes que utilizar tus pensamientos para volver a compararlas con tu conocimiento pasado y sacar una nueva conclusión. Pero no estás presente, sin pensamientos, que es la única manera de disminuir la velocidad del tiempo.
Y si no me crees, intenta pasar un día entero sin ninguna sola distracción, meditando todo el rato y sin hacer nada más. Verás que ese día se convierte en uno de los más largos de tu vida.
Hay una fórmula un tanto esperpéntica que voy a tratar de plasmar aquí. Imagina que la base es que, de los 5 a los 10 años de edad (los 5 porque ya tenemos algo de uso de razón) cada año del calendario es un año “entero” de tiempo percibido. A esa edad cada año es super largo. A partir de los 10 años de edad, cada año es ligeramente más corto que el anterior en tiempo percibido, porque los años “pasan” más rápido. Pongamos que cada año que pasa es un 2.5% más corto de media que el anterior en cuanto a tu percepción.
¿Qué pasaría el resto de la vida?
Que el “tiempo percibido” total desde los 10 hasta los 80 años de edad sería aproximadamente 29 años. Esos 70 años de tiempo real, de calendario, serían 29 años “percibidos”.
Por décadas sería así:
- De los 11 a los 20 años: 7.69 años percibidos
- De 21 a 30 años: 5.97 años percibidos
- De 31 a 40 años: 4.63 años percibidos
- De 41 a 50 años: 3.60 años percibidos
- De 51 a 60 años: 2.79 años percibidos
- De 61 a 70 años: 2.17 años percibidos
- De 71 a 80 años: 1.68 años percibidos
Es decir, tu década entera de los 71 a los 80 años de vida la percibirás como si fuesen menos de dos años de cuando eras pequeño/a.
El tiempo percibido disminuye, reflejando la sensación de que cada año se acorta progresivamente en la percepción individual.
¿Cómo hemos llegado a estas teorías esotéricas después de empezar explicando que estaba empachado de viajar? No lo sé, al final sigo el fluir de mi escritura, sin pensar demasiado en si va a quedar bien o se va a entender correctamente.
Así que volvamos. Un llamado a despertar. A aprovechar el presente, mi presente, el tiempo que te queda para compartir con los tuyos.
Sea el que sea.