Un mes después...
Un mes ha pasado desde que terminó el sueño que tenía desde hace mucho tiempo.
Un mes desde que volví de un viaje de nueve meses por Centroamérica y Colombia.
Un mes de reencuentros, de abrazos, de charlas largas, de disfrutar de estar en casa.
Sí, es cierto que es una sensación increíble la de volver a mi tierra después de tanto tiempo. Poder disfrutar de la familia y amigos, dormir en mi propia cama de nuevo, o tener muchas facilidades y comodidades que durante el viaje extrañé (como son ducharme con agua caliente, poder ir al supermercado y elegir entre una gran variedad de productos, o, incluso, tener más de 3 mudas de ropa)
Es cierto que agradezco volver. Agradezco la privacidad de no tener que dormir en una habitación compartida con 10 personas, agradezco los platos de comida de mi abuela, agradezco poder hablar y contar los chismes a mis amigos cara a cara. También agradezco no tener que estar 10 horas en una guagua para cambiar de ciudad o saber cuál es el precio de las cosas sin tener que estar cambiando de una moneda a otra.
Pero, también es cierto que es duro. Es muy duro dejar atrás a tantas personas, lugares, vivencias. Es duro saber que esa etapa tan bonita de tu vida ya terminó y nunca más volverá a ser. Puede que regrese a esos países, puede que me vuelva a encontrar con esos amigos, pero nunca será como fue en ese entonces.
Duele. Duele comprar el billete de vuelta a casa, porque significa que es el punto y final. Duele decírselo a tus amigos, duele hacer la mochila, duele despedirse. Duele subirse al avión de vuelta a casa.
Yo estuve viajando 3 meses por Centroamérica, desde México hasta Costa Rica. De ahí cogí un vuelo a Colombia.
La idea era continuar todo el recorrido hasta Argentina. Pero me quedé atrapada en Colombia. Atrapada durante 6 meses.
Y no, no me quedé atrapada por problemas con Inmigración o algún tema así. Me quedé atrapada voluntariamente por su gente, sus paisajes, su cultura, su comida, su música.
Mi vuelo desde Costa Rica aterrizó en Medellín. De Medellín visité Salento (Eje Cafetero) y Cali. En Cali viví dos semanas maravillosas, llenas de personas bonitas y mucha, mucha, salsa caleña. Allí conocí a Sara, un angelito alemán que se convertiría en mi compañera de viaje.
Ella ya tenía su vuelo comprado a Cartagena de Indias, y, como en ese momento Pablo y yo estábamos viajando solos, yo no tenía ningún plan más que dejarme llevar, así que decidí unirme a ella.
Y sería genial decir que desde el primer momento supe que ese iba a ser mi sitio. Pero la realidad es que nunca pensé que acabaría viviendo allí durante 6 meses.
Cartagena es una ciudad preciosa. “La ciudad amurallada” la llaman. Tiene mucha historia y sus calles son adoquinadas y coloridas. Cuando paseas por se escucha de fondo salsa, champeta y vallenato. En cada esquina hay un puesto callejero de arepas con queso fundido o frutas de todos los colores y tamaños. La gente va muy bien vestida. Con vestidos largos, sombreritos, bolsos y gafas de sol de marca y muchas joyas.
Es una ciudad cara. Bastante cara. Es la ciudad de Colombia a la que más turismo va. De hecho, la mayoría de colombianos del interior van en sus vacaciones a visitar Cartagena. Y qué decir del turismo internacional que busca fiestas nocturnas, barcos y droga.
La primera noche que pasé en la ciudad, Sara y yo fuimos a recorrer Getsemaní. Nos tomamos unos mojitos y disfrutamos de la vida nocturna.
Nos encontramos de repente con un grupito de chicos, bailarines de break dance, como yo decía en ese entonces. Nos quedamos sentadas en unas escaleritas durante todo el show, fascinadas de cómo se movían y jugaban con la música.
Una vez acabaron, nosotras continuamos nuestro recorrido.
La vida tenía una sorpresa para mí, porque esos bailarines que tanto admiraba acabarían convirtiéndose en mis amigos.
Esa noche yo estaba cansada porque había madrugado para coger el vuelo Cali-Cartagena, por lo que le comenté a Sara que yo volvía al hostal para descansar. Ella se quedó en la plaza principal con su amigo y yo emprendí el camino de vuelta.
Salí de la plaza y cogí la primera calle a la izquierda. Y, adivinen a quién vi. A los bailarines. No pude ponerme más nerviosa, cosa muy rara en mí. Supongo que inconscientemente sabía que la historia solo acababa de empezar.
Pasé por enfrente de ellos, como si nada, porque, en realidad, no los conocía y no había intercambiado ni una palabra con ellos. Ni siquiera me imaginé que ellos me habrían visto cuando estaban bailando.
Es curioso, porque en otro momento, o con otras personas, yo me hubiera acercado para saludarles y felicitarles por su talento, pero, con ellos, me sentía vergonzosa.
No obstante, uno de ellos hizo el trabajo por mí, Wolf (o al que yo había denominado “el de las rastas”). Cuando yo ya casi me empezaba a alejar, oí una voz que gritaba “oye, ¿en donde dejaste a tu amiga?”. Entre risas le contesté que yo estaba cansada y quería irme a dormir, que ella se quedaba en la plaza. Esas fueron las únicas palabras que intercambiamos esa noche.
Al día siguiente Sara y yo nos íbamos a visitar Barú, unas de las islas cercanas a Cartagena. Nuestra idea era quedarnos dos noches, pero acabamos volviendo ese mismo día a Cartagena (esta historia es toda una odisea, podría contarla en otro momento)
Por la noche, como sucedería a partir de entonces cada día, acudimos a la plaza central, la Plaza de la Trinidad, a tomar un mojito y a disfrutar del ambiente nocturno. Durante la semana no hubo luz en el barrio de Getsemaní por obras que andaban haciendo. Pero, esa noche, entre risas, bailes y brindis, volvió.
Fue entonces cuando “el de las rastas”, que estaba parchando con sus amigos también en la plaza, se acercó a nosotras con una sonrisa y se presentó : “Hola, yo soy Wolf”. Nosotras le recibimos con un abrazo y empezamos a hablar. Después de un rato nos presentó a sus amigos, el resto de bailarines y a Gael, otro de los amigos que se dedica a sacar fotos polaroid en las noches (y sí, él acabó convirtiéndose en mi mejor amigo de Cartagena)
Pasamos toda la noche con ellos. Incluso nos llevaron “al conver”, lugar donde ellos parchaban cada noche después de trabajar. Fueron pasando las horas, y poco a poco se iban marchando. Hasta que al final nos quedamos Mariano, Wolf, Sara y yo.
Esa noche nos hicimos muchas preguntas unos a otros. Las diferencias culturales estaban claras, pero eso nos hacía sentir más interés los unos por los otros.
Nos despedimos todos, con la condición de volvernos a ver la noche siguiente. Recuerdo que, en el camino de vuelta al hostel, mientras comentábamos lo curiosa y divertida que había sido la noche, Sara de repente me dijo: “Hey, don’t you think that they should have accompanied us back to the hostel? How impolite they are” (“¿Hey, no crees que deberían de habernos acompañado al hostel. Qué maleducados”). Sara, como siempre con su carácter camuflado por su mirada y su voz tan tierna.
Y así fueron pasando los días, y así nos fuimos enamorando Sara y yo de la ciudad. De hecho, hicimos una escapada a Palomino, un pueblo costero muy tranquilo, donde habíamos planeado reencontrarnos con Jason, un amigo que habíamos hecho en Cali. Nuestra idea era quedarnos allí por una semana y luego visitar Minca, un pueblo montañoso.
Pero adivinen qué. Solo pasamos 3 días en Palomino y no visitamos Minca. Estábamos ansiosas por volver a Cartagena.
Jason vino con nosotras y nos acompañó durante 3 días. Lamentablemente su viaje ya se acababa y tenía que regresar a su casa. Recuerdo que Sara y yo nos pusimos bastante tristes, porque Jason es una persona muy carismática, siempre con una sonrisa en la cara y muchas ganas de bailar salsa y bachata (Jason, if you’re reading this, I miss dancing with you).
De Palomino regresamos de sorpresa, nadie sabía que habíamos decidido volver antes de tiempo. Y vaya que si se sorprendieron. Tengo grabadas las caras de felicidad de nuestros amigos los bailarines al vernos de nuevo por la noche en la plaza.
Y siguieron pasando los días. Seguían pasando las noches de mojitos, de acompañar a los chicos a los puntos donde bailaban, de parchar con ellos hasta las 6 de la mañana y ver salir el sol. Seguían pasando las noches de reserva en el hostal.
Hasta que le llegó el turno a Sara de irse. Ella también tenía que volver a casa.
A su casa principal. Porque para nosotras Cartagena también era casa.
Gael y yo la acompañamos esa mañana hasta que cogió el taxi. Cogió su mochila, que era más grande que ella, nos llenamos de abrazos y besos, se metió en el taxi y se fue. Se fue bajo la promesa de que nos volveríamos a ver, que volveríamos a viajar juntas (Sara, if you’re reading this, you’ve been the perfect traveler soulmate. Thanks for every single day we spent together, thanks for being part of one of the best times of my life. Everything with you was so easy)
Y yo me quedé. Me quedé por muchos meses más. Parecía que nunca iba a llegar el momento. Ese momento al que todos los viajeros tememos. El momento de volver a casa.
Parecía que a mí nunca me iba a llegar, porque aún me quedaban 5 meses más de viaje y, supuestamente, muchos países más que visitar.
Y sí, me quedé esos 5 meses que tenía pensado. Pero no me moví de Cartagena. Creé mi rutina allí, hice amigos, familia. Adoraba salir a la calle y saludar a los trabajadores de los negocios como si los conociera de toda la vida. Adoraba que me hicieran descuento en algunos puestos o restaurantes de tantas veces que iba a comer. Adoraba acompañar a mis amigos a bailar. Adoraba conocerme los precios de las cosas y que no me pudieran estafar. Adoraba sorprender a los de los mototaxis con palabras muy locales. Adoraba sentirme una más de allí.
Cuando ya habían pasado dos meses de estar viviendo en Cartagena, una noche, de repente, mis amigos decidieron enseñarme a bailar breaking.
Esa noche fue un punto y aparte en la historia. A partir de ahí, si ya mi vida en Colombia era increíble, cuando le sumé el baile, acabó siendo prácticamente perfecta.
Me enganché, me enganché al breaking como si de una droga se tratase. Quería entrenar todos los días, quería aprender figuras nuevas, coreografías. Lo quería todo.
Tanto fue así, que acabé incluso bailando en un semáforo. Me iba con mi ropita anchota y mis rodilleras y ahí que me ponía a bailar con los pelaos cada vez que el semáforo se ponía en rojo.
Y qué divertido era. Me sentía en una película de baile.
Pero es que, además, también hice shows. Hice shows en las calles de Cartagena.
¿Recuerdan aquellos chicos que les nombré al principio? ¿Aquellos chicos que tanto me impactaron cuando los vi bailando? Pues precisamente con ellos fue con los que acabé bailando.
Pasé de ser una turista que paseaba por la noche con un mojito en la mano y dando propina a los artistas; a ser una de esas artistas que bailaba para los extranjeros que se sentaban tranquilamente en las mesas de los bares y a los que me acercaba con el gorrito para recaudar el dinero.
¿Cómo no iba a sentirme en una película?
Aún recuerdo las voces y los gritos de ánimo de mis compañeros cuando me tocaba a mí salir a bailar: “Ella es b-girl la española”. Qué gracia y qué ilusión tan grande me hacía escuchar eso.
Y así pasaron meses y meses.
Meses de compartir con personas maravillosas, meses de comer demasiado rico, meses de aprender mucho ( y de muchas cosas), meses de bailar, meses de amor, meses de entrenamiento, meses de parchar hasta las tantas de la madrugada.
Hasta que llegó mi momento.
Durante el viaje siempre me imaginaba cómo iba a ser el momento de comprarme el billete de vuelta. El momento de ponerle un punto y final al viaje.
Me lo imaginé de muchas formas. Pero lo que nunca pensé es que acabaría comprándolo literalmente de un momento a otro.
El día 6 de julio, a las 2 de la mañana, compré los diferentes vuelos que tenía que coger para llegar a España. Y los compré para ese mismo día.
Ese día, a las 5 de la mañana me encontraba de camino al aeropuerto de Santa Marta para coger el primer vuelo de los 4 que me quedaban aún para llegar a La Palma.
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Santa Marta-Medellín (1h. 15min). Escala de todo el día en el aeropuerto de Medellín.
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Medellin- Madrid (9h 30min). Escala de 3 horas en el aeropuerto de Madrid.
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Madrid- Tenerife (3h). 15 minutos para recoger la mochila y facturarla para La Palma.
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Tenerife- Casa (30min).
Ese fue el trayecto de vuelta. Un trayecto de muchas horas de avión, de esperas en aeropuertos. Horas que pasaban volando y a la vez pesaban.
Fueron muchas horas de reflexión y de lloros. De mirar fotos, de leer los textos que escribí mientras viajaba. Horas de mandar audios en formato podcast a mis amigos de Colombia.
Y digo a mis amigos de Colombia, porque, en La Palma, nadie sabía que yo volvía ese día.
Llegué de sorpresa para todo el mundo. Nadie esperaba nada.
Fui visitando y sorprendiendo persona por persona cada día.
Así pasó la primera semana, entre reencuentros. Una semana muy intensa, bonita y entretenida.
Ahora bien, las semanas siguientes no fueron tan bonitas. Fueron intensas, pero no bonitas.
No voy a mentir, pase unos días jodida. Jodida porque echaba demasiado de menos mi vida en Colombia. Echaba demasiado de menos a mis amigos. Echaba de menos bailar en la calle. Echaba de menos los deditos de queso que siempre me comía en la calle. Echaba de menos que nadie me conociera. Echaba de menos la libertad que tenía en Colombia. Echaba de menos todo. A todos.
Gracias a Pablo, que ya había hecho viajes de este tipo antes, yo era medio consciente que la vuelta a casa no era fácil. Ya estaba advertida.
Pero nunca imaginé que fuera tan dura.
Es complicado adaptarse a esta vida.
Ha sido, y sigue siendo, complicado entender que ese viaje acabó. Es complicado adaptarme de nuevo a esta vida. A buscar un trabajo, un piso. A cruzarme con prácticamente las mismas personas cada día en la calle. A tener menos libertad. Es complicado. Y duele.
He sentido mucha frustración. Porque ¿Cómo iba a estar triste si estaba de nuevo con mi familia y mis amigos cerca? Después de nueve meses de echarles de menos.
Me sentí culpable.
Y a día de hoy sigo sintiéndome extraña.
Un mes después, sigo sintiendo que mi mente, mi alma y mi corazón se quedaron en Colombia.
Un mes después, sigo sintiendo que Colombia es casa, y que siempre lo será.
Sé que allí está esperándome otra familia.
Sé, que cuando menos se lo esperen, estaré escribiendo de nuevo experiencias desde el otro lado del mundo.
Colombia, nos veremos muy muy muy pronto. Estoy segura.
Gracias a todos los que han formado parte de esta aventura, de ese tramo de mi vida. De esta increíble historia.
Gracias pelaos de Rebelión Crew por darme la oportunidad de hacer show con ustedes. Por las noches de entreno y de parche con rap de fondo.
Gracias Dilema Agrupación por creer en mí, por dedicarme tiempo, por motivarme y acompañarme.
Gracias también a Team Cartagena por permitirme compartir con ustedes una tarde de entrenamiento. Mantengan esa energía tan explosiva que les caracteriza.
Gracias Gael por tantas charlas profundas. Por tantas fotos Polaroid. Gracias por convertirte en confidente.
Gracias Nata, Cata y Lorena por pasar de ser las “trabajadoras de Selina” a “mis amigas las de Selina”.
Gracias a la chica del Ísimo que siempre se alegraba al verme entrar en el supermercado.
Gracias Miren, por formar parte de los últimos días de mi aventura. Recuerda, lo que unieron dos venezolanos, que no lo separe nadie.
Gracias a todos los viajeros con los que compartí tiempo y espacio.
Gracias Pabli, porque contigo a mi lado la vida siempre ha sido más fácil. Gracias por quererme como lo haces y recorrer de la mano el principio de este viaje.
Gracias también a mi familia y amigos que me acompañaron en la distancia. Especialmente a Nao y a mi madre.
Gracias Nao por nunca alejarte, y siempre estar presente. Gracias por ser la mejor amiga que podría tener.
Gracias mami por entenderme y apoyarme incluso cuando lo que yo he querido ha ido en contra de lo que tú pensabas que era mejor para mí.
Gracias a los que se preocuparon por mí, que me escucharon con atención cada vez que tenía algo que contarles, que me aconsejaron y que tanto de menos me echaron. Gracias por esperarme siempre con una sonrisa, los brazos abiertos y el hombro preparado para apoyarme y llorar cuando lo he necesitado.
Ustedes también han sido fundamentales.
Gracias, siempre.