Viajar es una Realidad Diferente
Viajar por todo el mundo con una mochila… un sueño de muchos, igual que lo fue para mí en su día.
Decidir llevarlo a cabo es tan complicado como sencillo. Es complicado en tu cabeza, cuando piensas en cómo lo financiarás, cuanto tiempo te vas a ir, qué hacer con tu carrera profesional, con tu casa o tu coche, en si vas a echar demasiado de menos a tu gente, a tu familia, a tus amigos o qué será de tu vida cuando vuelvas.
Es sencillo cuando te pones manos a la obra, compras el billete de ida, dejas tu trabajo, preparas una mochila y vendes o alquilas tus posesiones. Cosa de un par de meses de planificación, si tienes el dinero necesario.
Hace unos días conocimos a Kristin, una simpática chica alemana que viaja sola por Centroamérica. Todo normal hasta aquí, hay muchas chicas europeas viajando solas. Lo curioso del caso es que no había empezado sola, había empezado con su novio.
Era el sueño de ambos. Un sueño que duró unas pocas semanas.
Y no porque le pasara nada grave a él, por suerte. Simplemente no era feliz viajando. Descubrió que viajar de mochilero no era tan sencillo como él creía. Perdió 7 kilos de peso en un mes, por la falta de rutina, el estrés y el cambio de alimentación.
¿Estrés? ¿De qué estrés me hablas? Estrés es lo que tengo yo en la oficina y con los niños en casa y no alguien que está de vacaciones, de playa en playa.
Sí, estrés.
Empatizo mucho con el novio de Kristin porque yo no estuve muy lejos de esas sensaciones. Nunca me planteé seriamente como él el dejar el viaje y volver para casa, pero sí que me llegué a desesperar unas cuantas veces, pensando en por qué estaba haciendo ésto y en lo bien que vivía antes en Tenerife, sintiendo cuánto echaba de menos a todo el mundo y a todas las comodidades que tenía en España.
Viajar así no es fácil.
No es fácil cuando llegas a un sitio nuevo y tienes que descubrir dónde está todo y como funcionan las cosas, tal y como escribí en el post titulado ‘Gastando Energía’.
No es fácil cuando, entre rutas, no encuentras para comer algo sano o que te llene lo suficiente. O cuando vas al supermercado local y tienen poquísimas opciones y, las que hay, tienen mucho azúcar o ingredientes no precisamente catalogados como sanos.
O cuando tienes que coger tres transportes diferentes y despilfarrar más de medio día solo para comprar comida.
No es fácil cuando hace frío durante el día y no tienes ropa adecuada, porque tienes que llevar todo tu armario en la mochila y había que aligerar peso. O cuando hace frío por la noche y solo tienes una miserable sábana porque te olvidaste de pedir mantas en el hostal en el que estás.
No es fácil cuando no puedes hacer ejercicio durante varios días seguidos, porque te mueves de un lado a otro y no te quedan energías, o simplemente hace un calor y una humedad increíble o no encuentras el lugar adecuado (aunque un par o tres metros cuadrados en la habitación ya sirven).
O no puedes salir a correr porque las aceras de la ciudad están echas polvo y hay coches por todas partes.
No es fácil cuando tienes que trabajar online y no encuentras buen wifi, cuando te desespera que cada página tarde varios segundos en abrir, algo que antes era instantáneo. O cuando no tienes tiempo para trabajar porque has estado moviéndote de un país a otro y se te acumulan las tareas pendientes y los emails que responder.
O cuando tu negocio necesita más tiempo y simplemente no puedes dedicárselo.
No es fácil cuando otras incomodidades menores como la suciedad (sobretodo en la calle), el ruido, el tener que socializar a veces cuando no te apetece o el tener que llevar una mochila pesada de un lado a otro empiezan a formar parte regular de tus semanas.
Y si, entiendo que este viaje no es algo que estemos haciendo obligados, ni mucho menos. Pero tampoco lo catalogaría como un viaje de placer, y menos aquí en Centroamérica.
En lo personal, yo volvería ahora mismo a España, a la comodidad de mi país y mi gente. De lo ya conocido.
Pero continúo viajando a pesar de todas esas incomodidades por varios motivos que son ahora mismo más poderosos.
El primero de ellos es, como siempre, el aprendizaje a varios niveles:
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El aprendizaje en cuanto a cómo se vive en el mundo que nos ha tocado en este siglo. Europa es una zona muy poco reprensentativa del estado en el que viven la mayoría de personas en este planeta: tenemos un desarrollo económico, unas leyes, una libertad, una geografía y un clima realmente espectaculares en comparación al resto (y eso a pesar de los inútiles que gobiernan). Es algo que todos sabemos en teoría, pero otra cosa muy distinta es ir a otro país y que una persona local te comente que pensó que nunca pasaría de los 30 años o que tuvo que dejar su profesión porque era periodista y ahora su gobierno los persigue.
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El aprendizaje en cuanto a cómo es viajar en pareja. Cuando uno está solo no hay que dar explicaciones, no hay que “negociar” nada. Nosotros, al nunca haber vivido antes juntos, hemos tenido que adaptarnos a lo que necesita el otro. Pero por suerte ha sido algo muy sencillo y ha llegado un punto en el que nos complementamos genial. Y además, creo que “la felicidad solo es real cuando es compartida”, como descubrió Christopher Mcandless casi en su lecho de muerte. Y por eso también compartimos este viaje así con vosotros, sacando tiempo extra para escribir y tomar fotografías.
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El aprendizaje acerca de lo personal. Estoy practicando el adaptarme de nuevo a todo tipo de lugares y situaciones cambiantes y a no dar nada por sentado. A dar la importancia justa a las cosas, porque aquí siempre pasa de todo y podría pasar todo el día quejándome. Aprendiendo también a relativizar, siendo consciente de que a los problemas casi siempre se les puede poner solución, aunque ésta venga por salir de la zona de confort. Aprendiendo sobre mi cuerpo, mis pensamientos y mis emociones, a cómo reacciono ante situaciones que no encontraría en casa.
Cada uno de estos puntos daría para un artículo entero, y seguramente los escriba más adelante, pero el segundo motivo principal por el que sigo viajando es porque me doy cuenta de que me ayuda muchísimo a valorar lo que tengo.
He vivido muchos días en mi vida dormido, entre algodones, sin buscar nada más que comodidad. No es que eso esté mal, pero lo de ahora me ayuda a seguir sintiendo agradecimiento por la vida privilegiada que tengo, por haber nacido donde he nacido. Me ayuda a valorar más a las personas que conforman mi entorno: mi familia, mis amigos.
Es posible que, una vez vuelva a casa, esta sensación se vuelva a diluir con la rutina del día a día, pero estoy convencido de que un residuo siempre queda. Y eso para mí vale oro. Porque llegará un momento en el que parte de esa familia, esos amigos, esa salud, esa juventud y esa comodidad ya no estén y ya no vuelvan nunca.
Y no es que me tenga que ir a la otra parte del mundo para apreciarlo, pero si que el viaje me ayuda a ser más consciente y a valorarlo aún más.
Viajar con una mochila es similar a probar una droga psicodélica: es algo incómodo que te transporta a otra realidad, a un universo paralelo distinto al que tenías en casa. Solo para darte cuenta de que, tanto allí como en tu interior, ya lo tenías todo.