
Recordar que todo acaba
En cuanto me hice a la idea de que, en efecto, podía volver a casa en un mes (o menos) noté como si me quitase un peso de encima. Quizá no volvería al sudeste asiático en muchos años. Quizá no volvería nunca a Indonesia. Quién sabe.
El caso es que, ser consciente del final de algo (una situación, una relación, un evento), siempre ha hecho que lo mire con otros ojos. Recuerdo, por ejemplo, cuando dejé mi trabajo en una agencia de SEO en Barcelona para marcharme a vivir a la isla de Menorca. Esos últimos días de trabajo -de ese trabajo de oficina que ya casi no soportaba- volvieron a ser mágicos, especiales. Estaba allí de nuevo, disfrutando hasta del soporífero trayecto en el autobús abarrotado de la mañana, sabiendo que ya no lo volvería a vivir de esa manera. Mi mente intentaba quedarse con todos los recuerdos posibles, porque esa etapa se cerraba, se quedaba allí para siempre.
Lo mismo me ocurrió cuando decidí dejar mi casa en Tenerife para irme a viajar por latinoamérica. Llevaba ya tres años en ese paraíso y, me había acostumbrado tanto, que ya no otorgaba valor a los atardeceres y a las vistas espectaculares que tenía desde el jardín. Las últimas semanas fueron maravillosas: la rutina dejó paso a un asombro constante por lo que tenía y por lo que veía; tenía que aprovecharlo al máximo porque pronto ya no podría vivirlo de nuevo.
Y lo mismo ocurre, según dicen, a muchas personas a las que detectan cáncer. De repente toman consciencia de que el tiempo que les queda en esta vida es limitado y es solo entonces, cuando de forma paradójica, empiezan a vivir.
Me he dado cuenta también de que si puedo viajar de manera indefinida y no tengo ningún límite, la cosa pierde parte de su gracia. No tiene un final (al menos no uno a la vista) y por tanto, una vez superadas las etapas iniciales de descubrimiento, también se vuelve rutinario. Es solo cuando decido volver, cuando pongo una fecha de vuelta, que esa rutina vuelve a transformarse en sorpresa, curiosidad y agradecimiento. El tiempo se acaba y hay que aprovecharlo.
Por una lado es una pena que sea así. No soy lo suficiente consciente como para que esa rutina se transforme en maravilla solo por el hecho de estar vivo, haciendo lo que hago.
Pero ya que la mayoría de veces no soy consciente de ello creo que los cierres, los límites temporales que nos impone la vida o nos imponemos nosotros mismos pueden ser una oportunidad maravillosa para estar en el momento y sentir esa amalgama de emociones. Sentir pena incluso, también, por que ese momento o etapa termine, pero saber que lo has vivido de forma abierta. Y que quedará ahí, en el tejido de recuerdos del universo, como una imprimación en un tiempo pasado que aún existe en otra dimensión.
Hay otras cosas que, desgraciadamente, se acaban de repente: la muerte súbita de un ser querido, un accidente o enfermedad en el que pierdes la salud y que no esperabas… así que estaría bien que como especie humana aprendamos a apreciar la finitud de nuestra vida en el día a día.