Somos unos afortunados

Somos unos afortunados

Un niño medio desnudo, descalzo, únicamente cubierto con una camiseta que en su día tenía que haber sido de color violeta. Ya no se distingue de lo sucia que está. Él debe tener unos cuatro o cinco años. Se pone en cuclillas al lado de la llanta de un monovolumen. Antes de llegar a su altura, ya sé lo que hará.

Es su váter particular. En plena calle y a la vista de todos, sin papel higiénico, por supuesto. Nadie le mira, a nadie le importa. Su padre y sus hermanos se sitúan a unos metros de distancia, en el suelo, fabricando coronas de flores para vender allí mismo. Me saludan y me dicen algo en hindi que no entiendo, así que simplemente asiento con la cabeza con una sonrisa.

Llevo unas escasas 72 horas en la ciudad más grande de la India, Mumbai. A veces no parece que vivan aquí doce millones de habitantes, aunque es cierto que siempre hay gente en la calle, a todas horas.

El otro día tuve la oportunidad de visitar un slum, el nombre que tienen aquí las barriadas marginales, donde viven los más pobres. Son como las favelas de Brasil, pero sin sentirse igual de peligrosas. Estos barrios proliferaron como consecuencia de las migraciones de las zonas rurales a las urbanas y las condiciones de vida en ellos son, como estaba a punto de apreciar de primera mano, muy deficientes.

Dharavi es como se conoce al suburbio, en el que viven ahora mismo un millón de personas en una extensión de solo 2 kilómetros cuadrados. La densidad allí es de las más altas de todo el planeta y no precisamente porque haya rascacielos, sino porque las personas en su mayoría conviven hacinadas: hasta cuatro en un piso de menos de 15 m2.

Adentrarse por esas calles es todo un caos. Tuk-tuks, coches y motocicletas pasan a escasos centímetros de ti, pitando de forma constante. Hay suciedad por todas partes, tienes que vigilar donde pisas. Los olores son variados e intensos.

Fuimos con un guía, Adnan. El había nacido allí y nos explicó historias interesantes a medida que dejábamos los vehículos atrás al adentrarnos por las estrechas calles. Dharavi está dividido entre la zona residencial y la zona de trabajo. Visitaríamos primero esta última, lugar al que llegan cada día llegan toneladas de plásticos, metales, cartones y otros materiales que los habitantes recogen en las calles y que nosotros calificaríamos ‘de deshecho’: para ellos es la materia prima de sus informales negocios. Allí se recicla un 70% del plástico de la ciudad.

En cada abertura de los edificios, un tipo de trabajo distinto: en uno cosen pantalones, en otro trituran plásticos, en el siguiente tiñen telas, fabrican embalajes o tratan los metales. La mayoría trabajando en el suelo, sin zapatos. Muchos de ellos duermen en la misma planta de arriba del mismo lugar de trabajo.

Adnan nos comenta que empezar a trabajar en un slum significa estar entre dos y tres años en calidad de aprendiz. Estos aprenden a realizar las tareas básicas, por ejemplo coser una costura. Realizan el mismo trabajo repetitivo durante diez horas al día, a cambio de entre 14.000 y 23.000 rupias mensuales (150 y 250€ al cambio).

Una vez acabada esa primera etapa, pasan a cobrar el equivalente a entre 250 y 350€ pero no es un sueldo fijo, siempre depende de cuantas ‘piezas’ fabriquen diariamente.

Caminamos, parando de vez en cuando a entrar en algunos de estos edificios. Las personas allí trabajando nos echan algún vistazo, sin cambiar su expresión. Me daba cosa hacerles fotos, la sensación de siempre: europeos ricos que vienen a curiosear como es tu vida y te toman una instantánea mientras haces tus cosas. Es extraño. Pero Adnan nos dice que podemos documentarlo sin problema.

Es todo tan caótico, desordenado y sucio que mi mente deja de intentar darle sentido. Pero tiene un orden dentro de ese caos, al fin y al cabo las personas allí trabajan, en vez de mendigar.

Luego nos acercamos a la zona residencial, donde se acumulaban verdaderas montañas de basura y escombros a las afueras de los edificios. Un señor limpiándose los dientes en la calle. Niños jugando descalzos. Muchos de ellos nos dicen hola o nos preguntan que de dónde somos, con una sonrisa. Enormes hornos de barro colocados entre las casas, algunos a pleno rendimiento, fabricando pequeñas figuras de cerámica.

Adnan nos comenta que muchos de los habitantes de esa zona gastan entre 80 y 120€ en el alquiler, compartiendo casas que, para nosotros, tienen el tamaño de pequeñas habitaciones. La ducha ocupa menos de un metro cuadrado y es el mismo lugar donde también se limpia la ropa y los cacharros. ¿El váter? La mayoría no tiene. Hay letrinas comunitarias, en las que a veces hay que pagar por defecar. Por eso algunos optan por hacer sus necesidades en la calle.

No me imagino cómo sería pasar una sola semana allí viviendo o trabajando, menos aún varios años o toda una vida. Sé que la mayoría de los que viven allí no conocen otra realidad y pueden llegar a vivir relativamente bien, igual que yo no conozco la realidad de tener un yate y una mansión y eso no me deprime.

Pero sí tengo la suerte de conocer la realidad de mi día a día en España: una casa con habitaciones individuales para cada persona, limpia y tranquila. Con espacios comunes, electrodoméstios de todo tipo, agua corriente potable y varios baños. Mi trabajo consiste en sentarme en un lugar tranquilo con el ordenador y, cuando quiero ensuciarme las manos, arreglo algo del jardín.

Visitar India es apreciar. Apreciar que los que vivimos en lo que llaman ‘el primer mundo’ somos afortunados y privilegiados. Que aspiramos a mejores condiciones en los trabajos, la sanidad, la educación y el acceso a la vivienda y que, aunque todo eso necesite grandes cambios y que la clase política sea un completo desastre y que el actual sistema económico y de poder esté corrompido, vivimos a auténticos años luz -a nivel material- de otras zonas del planeta.

Nuestras verdaderas enfermedades son la ansiedad, la depresión y el vacío existencial. Aquellas que llegan cuando ya has solucionado la falta de higiene y de nutrientes, la base de la pirámide de Maslow. Las que están ahí cuando, buscando las mejoras en la calidad de vida, nos perdemos tanto en la felicidad individual que nos desconectamos del resto de la comunidad. Pero eso es otra historia.

Aquí la mayoría de gente aún está trabajando muy duro para mejorar su base de la pirámide.

Nosotros tenemos la suerte de que ya la hemos cubierto pero la paradoja es que, aun siendo así, no apreciamos y agradecemos lo que tenemos, porque siempre lo hemos tenido. Para poder comparar no solo vale tener un conocimiento intelectual de ello, sino haber experimentado la situación opuesta, viviéndola. Y aun así, aunque yo haya venido a la India y haya visto ésto, no he estado realmente en el lugar de estas personas. Solo lo he visto como un observador externo.

Suelo quejarme de que, a veces, el cielo de Barcelona se cubre de una especie de capa de nubes que en realidad es polución, pero esque aquí no he visto aún ni siquiera su característico color azul. Ni lo veré.

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