Superando el miedo a Volar

Superando el miedo a Volar

Era ya de noche y el avión de Ryanair proveniente de Marrakesh se aproximaba al aeropuerto de Girona, una zona bastante ventosa dependiendo de la época del año. Era principios de Enero.

No debíamos estar muy lejos.

El trayecto de tres horas había ido muy bien. Y habíamos pasado una semana espectacular recorriendo el país en familia.

De repente, sin previo aviso, sentimos una sacudida muy fuerte.

¿Turbulencias?

En ese momento, el avión se empezó a mover arriba y abajo, constantemente.

Enseguida se encendió la señal de cinturones.

Como siempre, uno espera que las turbulencias duren solo un ratito. Pero esta vez pasaban los minutos y no solo no cesaban, sino que se hacían cada vez más fuertes. Y encima no había un momento de descanso.

Joder. Demasiado movimiento.

Arriba y abajo. El avión descendía muchos metros de golpe, de manera que te sentías como cayendo al vacío durante unos instantes. Luego volvía a subir en medio segundo.

En ese punto el resto de pasajeros dejaron de hablar, esa situación ya no era divertida para nadie. Todo el mundo tenía los cinturones bien abrochados y se agarraba a sus asientos, esperando que cesase esa montaña rusa.

Derecha e izquierda, como si estuviéramos en una atracción de feria.

Llevábamos mucho rato así.

Caras largas, miradas asustadas. Alexía me cogió de la mano, desde el asiento del otro lado del pasillo. ¿Por qué no acaba ya?

La gente empezaba a desesperarse. Se empezaron a escuchar gritos aislados. Un pasajero vomitaba.

Puro miedo.

El capitán no decía nada por la megafonía.

Las azafatas estaban en sus asientos, seguramente igual de asustadas que todos los demás.

Más movimiento, más sacudidas, más fuertes y repentinas.

¡Esto no es normal! ¡Esto no es normal!” empezó a gritar a todo pulmón una señora unas filas más atrás, presa del pánico.

Recuerdo perfectamente el momento en que estaba a pie de pista, mirando fijamente el gran avión que estaba parado a unos metros, unos pocos minutos más tarde.

Avion ryanair

Aterrizamos sin problemas. Pero esa sensación de estar en tierra, con mis pies pegados al suelo… creo que nunca he sentido una sensación de alivio similar.

La sensación de haber sobrevivido.

Probablemente nunca estuvimos en peligro real, al fin y al cabo las turbulencias en el aire son algo de lo más normal y el avión estaba en perfectas condiciones. Nunca cayeron las mascarillas de oxígeno y nadie resultó herido siquiera.

Pero esas turbulencias fueron tan fuertes que estoy seguro que muchas de las personas que viajamos en ese avión desarrollamos un cierto respeto o incluso miedo a volar.

Al menos eso le ocurrió a la mitad de mi familia.

A mí siempre me han encantado los aviones. De pequeño leía libros sobre la historia de la aviación y de los ases de la primera guerra mundial y me imaginaba cómo sería haber vivido en esa época y admiraba la valentía que tenían que tener esas personas para subirse a un trozo de metal rudimentario con motor y jugarse literalmente la vida cada vez que surcaban los cielos.

No fue de un día para otro, pero en los años siguientes, fui desarrollando cada vez más miedo a sentir turbulencias o a que simplemente le pasase algo al avión en el despegue o el aterrizaje, los dos momentos más delicados de un vuelo.

Cuando cogía un avión y no había ninguna turbulencia, sentía que había sido un buen vuelo. Pero si se daba alguna, al aterrizar sentía otra vez ese alivio de haber sobrevivido.

A tal punto llegó el asunto, que si tenía la posibilidad de realizar un viaje en tren en vez de en avión, eso hacía, aunque fuese más caro. También me encantan los trenes, así que el hecho de tardar más no suponía un inconveniente.

Pero, definitivamente, ya no me gustaba subir en aviones.

Y eso sería un problema para viajar a otros continentes. Lo último que quería era estar 12 horas encerrado en un avión. Cuanto más largo el trayecto, más posibilidades de que pasara algo, o al menos eso pensaba yo.

Pasaron muchos años, quizá 10 incluso. Seguí viajando bastante en avión, pero siempre con miedo. Unas veces más, otras veces menos.

Hasta que un día pensé que ya había sido suficiente.

Siendo de Barcelona, en 2020 me fui a vivir a Tenerife, en las islas Canarias. El trayecto desde un lado a otro en barco es absurdamente largo, así que estaba descartado. Y el vuelo dura casi siempre 3 horas justas.

No pensaba irme a vivir allí sin volver cada pocos meses a mi ciudad a ver a mi familia y amigos, así que tendría que acostumbrarme a coger aviones cada dos por tres, en trayectos que no eran precisamente cortos.

No solo eso, sino que tendría que acostumbrarme a coger siempre el avión en el aeropuerto de Tenerife Norte. Si no has estado nunca, es un aeropuerto cubierto muchas veces de niebla y también el escenario donde se produjo el mayor accidente de aviación de la historia en marzo de 1977, cuando dos aviones repletos de pasajeros chocaron, falleciendo 583 personas.

Así que si, mi aeropuerto de referencia sería el aeropuerto donde se produjo el mayor accidente del mundo entero.

Y eso hice. Acostumbrarme.

Me informé un poco, hasta comprender que ningún avión ha caído jamás del cielo por turbulencias. Los accidentes de avión ocurren por muchos factores, pero las turbulencias no son uno de ellos.

Pero lo que mas me ayudó a empezar a perder el miedo fue el volar entre islas.

Binter y Canaryfly son las dos compañías que llevan a pasajeros de una isla a otra en Canarias. Sus aviones no son los típicos aviones grandes Boeing o Airbus de turbinas a los que estamos acostumbrados los que vivimos en una ciudad grande, sino aviones de hélice ATR bastante más pequeños, en los que caben unas 70 personas.

Avion binter

Y cuanto más pequeño es el avión, más se mueve, porque más expuesto está a las corrientes de aire y más bruscos son sus giros o los ascensos y descensos.

En mi caso, esta “exposición al peligro” me ayudaba. Los aviones se movían, sí, pero nunca pasaba nada.

Viendo que evolucionaba favorablemente, se me ocurrió otra cosa: ¿Por qué no me montaba en algo que se moviese aún más, una avioneta?

Busqué vuelos en Tenerife y, efectivamente, había una escuela de pilotos llamada ‘Blue Team’, que operaba en el aeropuerto del Sur y, por 225€, te ofrecía una clase introductoria de dos horas, una teórica y otra práctica en una pequeña avioneta Cessna de dos plazas.

No solo eso, sino que incluso te dejaban coger los mandos del aparato en pleno vuelo.

Así que me apunté.

El día que me tocó, por suerte estaba soleado. El instructor, un tipo majísimo, me enseñó primero en una de las salas del aeropuerto un montón de conceptos interesantes sobre los vuelos y la avioneta en sí. Luego pasamos por un control de seguridad distinto al habitual -el del personal que trabaja en el aeropuerto- y con un coche nos fuimos hasta la otra punta de la pista de aterrizaje.

Allí estaba, la pequeña avioneta azul.

Avioneta azul

Me sorprendió la multitud de chequeos que había que realizar para poder despegar. Pero tenía sentido: cualquier fallo o circunstancia tenía que ser detectada en tierra, no en pleno vuelo.

Antes de salir, el instructor hizo un briefing, explicándome cómo funcionaban todos los mandos de la nave y comentándome que poco después de estar en el aire, realizaríamos un giro y pasaríamos por una corriente de aire inestable que siempre se formaba en ese punto, porque venía de las montañas cercanas.

Ahí el avión se movería “un poco”, pero luego ya nos dirigiríamos hacia una de las puntas de la isla y no habría problema.

Me puse los cascos para comunicarnos mejor y encendió el motor.

La avioneta era súper ligera y tenía doble mando, por lo que ambos podríamos tener el control de la misma.

Después de decirme que comprobase todo el tablero de instrumentos, las luces y verificar que todo estaba correcto, me hizo soltar los frenos y darle un poco de potencia al acelerador.

Nos movimos lentamente por uno de los carriles de la pista y entonces pidió permiso a la torre de control para despegar.

Esperamos. Tenían que salir antes un par de aviones repletos de turistas en dirección a otras zonas de Europa, como Alemania e Inglaterra.

Cuando nos dieron el OK, encaramos la aeronave en el centro de la pista, metimos gas a tope y, en muy pocos segundos, la avioneta ya se elevaba. Parecía casi un juguete.

Me encantaba.

Sentía la excitación de probar algo nuevo, junto con la adrenalina y los vestigios del miedo a que la avioneta se moviese demasiado.

Y todo fue exactamente tal y como predijo el instructor. Giramos y la avioneta se empezó a mover de un lado a otro con la corriente de aire. Me dió cierto respeto, pero ya ese miedo estaba en las últimas. El conocimiento lo disuelve. Y empecé a disfrutarlo de verdad.

El vuelo fue genial. Pude coger los mandos de la nave durante mucho rato, realizar giros y disfrutar de las maravillosas vistas de la costa.

Se me pasó rapidísimo.

Al volver para aterrizar, la torre de control nos indicó que dejáramos paso a otro avión enorme que tenía prioridad. Era increíble, estar allí en el cielo montado en esa cosa tan pequeña.

Tanto me gustó la experiencia, que me planteé incluso el sacarme el carnet para conducir avionetas, cosa que acabé descartando por falta de tiempo, pero que espero hacer algún día.

El miedo a volar no es otro que el miedo a la muerte y al sufrimiento, probablemente los dos miedos más primarios de cualquier ser humano, sumados al desconocimiento.

Muchas personas saben que el transporte aéreo es el más seguro del mundo actualmente, pero ese conocimiento racional no evita que su corazón se acelere, les suden las manos y su mente forme mil suposiciones sobre lo que podría ocurrir durante el vuelo.

Porque a lo que tienen realmente miedo es a que “eso” les toque a ellos. A morir ese día o a pasar unos cuantos minutos de puro terror, mientras el avión cae, antes de una muerte inevitable.

Volar nos enfrenta a muchos cara a cara con nuestra vida. Porque, aunque no pase nada durante el vuelo y el avión solo se mueva un poquito, en ese instante tu has mirado a los ojos a tu propia existencia.

Has tenido que valorar qué pasaría si ese día acabase tu vida, cosa que no te sueles plantear muy a menudo, porque tu cerebro es muy bueno haciéndote olvidar las preguntas existenciales hasta que llega un momento crítico.

Pero creo que, aunque no lleguemos a ninguna conclusión certera, siempre es bueno poner nuestra vida en perspectiva.

Según algunas estadísticas, alrededor de un 40% de personas tienen miedo a volar hoy en día. Si ese también es tu caso, ya sabes, puedes ponerte manos a la obra y acabar, sino disfrutando tus vuelos, al menos echándote una tranquila siesta en ellos.

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