Sensaciones al volver a Casa
El vuelo, en teoría, tenía una duración de unas nueve horas y media hasta llegar a Lisboa.
Habíamos despegado desde São Paulo casi a la 1 de la noche, así que al cabo de poco rato habían apagado todas las luces de la cabina y prácticamente todo el mundo estaba durmiendo.
A mí también se me empezaban a cerrar los ojos. Es incómodo dormir en un avión, pero para mi gusto mucho mejor que en un autobús o una furgoneta.
Al cabo de poco rato, en las pantallas individuales que tenía cada pasajero en su asiento se mostró la misma imagen, como si fuera un aviso: un vídeo en directo de la cámara frontal del avión en el que se veía como el aeroplano empezaba a virar bruscamente a la derecha y a caer hacia abajo.
Qué raro.
Yo no notaba nada.
¿Por qué pondrían un vídeo así, si no estaba ocurriendo en realidad? Que broma de mal gusto.
Nadie más se percató de nada.
Me preguntaba qué estaría pasando cuando entonces empezó a sonar una alarma y unas luces de color rojo, tipo ambulancia, iluminaron el interior del avión.
La gente empezó a despertarse y, entonces sí, noté como el avión empezaba a girar hacia la derecha y hacia abajo. Definitivamente algo muy malo estaba ocurriendo.
El pánico empezó a apoderarse de los demás pasajeros, pero yo estaba muy tranquilo. Tan tranquilo que hasta me sorprendía a mi mismo. Pensé que si iba a morir, había vivido una vida de la que no me arrepentía y de la cual estaba muy agradecido.
Noté esa sensación de caída al vacío que notas cuando un avión desciende de forma precipitada.
Y en ese instante abrí los ojos.
Todo estaba en calma, la gente durmiendo plácidamente, la cabina con una luz muy ténue.
Había sido un sueño. Tan real que ni siquiera me di cuenta de que me había quedado dormido y que estaba en un avión idéntico al de verdad, pero dentro del mundo onírico. A veces me pasa.
Supongo que mi subconsciente estaba preguntándose qué pasaría si no llegase nunca a casa, después de lo mucho que había anhelado el momento.
Unas horas más tarde aterrizamos en Lisboa y después cogí otro avión hasta Barcelona.
Por fin.
Había momentos en los que el viaje me había parecido verdaderamente eterno. Pero ahora, una vez en casa, era como si solo hubiese pasado un segundo. Vi a mis hermanos, familia, a algunos amigos… y era casi como si nos hubiéramos visto ayer.
Me encantó poder verles en persona y no tener que hablar con una pantalla de por medio.
Durante el viaje creí que volver sería un descanso.
Imagínate. No tener que llevar las mochilas de un lado para otro, no tener que buscar alojamientos, ni transporte, ni lugares para comer, ir al gimnasio o lavar la ropa. No tener que descubrir de nuevo cada ciudad o pueblo. Y todo en su sitio, donde yo sé que está.
Sin embargo, al cabo de un par de días sentí la necesidad de continuar. De coger las mochilas y marcharme otra vez. Creo que mi cuerpo y mi mente están tan acostumbrados a moverse que no hacerlo les parece extraño. Es la inercia. La inercia juega un papel fundamental en nuestras vidas, aunque muchas veces no nos demos cuenta. Siempre tendemos a actuar como hemos actuado antes, porque es lo más fácil.
Después de 8 meses moviéndome constantemente de lugar, sin pasar más de dos semanas en el mismo sitio, la inercia me instaba a continuar. Ya me sentía cómodo con mi rutina de movimiento perpetuo.
Por supuesto, no lo hice. Aún estoy en Barcelona.
Volver no ha sido un shock muy grande, la verdad. De hecho me parece súper normal estar aquí. Todo sigue igual. Y todos siguen igual. Sí que fue un gran golpe la primera vez que volví de un viaje así, cuando tenía 24 años y no me quedó más remedio que retornar a casa porque se me acabó el dinero. Pero ahora es muy distinto, he vuelto porque he querido.
Además es verano. Los veranos siempre suelen ser alegres y bonitos en España. Hay luz, calor y la mayoría de personas están contentas porque tienen vacaciones.
Quizá también influye el hecho de que, a pesar de que me haya encantado Sudamérica -no así Centroamérica- no me quedaría a vivir en ninguno de esos países, con excepción de Brasil. En Brasil creo que si que podría vivir. Pero últimamente siempre valoro muchísimo el poder estar relativamente cerca de mi familia y amigos y vivir en otro continente con el Océano Atlántico de por medio no es precisamente lo más cercano.
El caso es que, las sensaciones al volver de un viaje mochilero por el mundo veo que dependen muchísimo de dos factores: primero si ya has hecho un viaje así anteriormente y segundo si has vuelto por necesidad o porque realmente has querido.
Cuando haces un viaje así por primera vez, volver es despertar de un sueño. Un sueño de libertad.
Has hecho lo que realmente has querido -para muchos por primera vez en la vida-, has tomado tú todas las decisiones acarreando con las consecuencias, has conocido a otros viajeros y viajeras muy parecidos a ti, te has enamorado, has conocido nuevas culturas y gente local, has probado muchísimas cosas nuevas: comidas, deportes, aventuras… y has tenido, por lo general, muy pocas obligaciones. No ha sido fácil, pero ha sido tremendamente divertido y has crecido muchísimo como persona.
Así que vuelves a tu rutina. Ver a las personas que quieres es todo un subidón, pero eso dura unos pocos días o semanas. Y luego vuelves a encontrarte contigo mismo: con tu futuro profesional, con aquellas relaciones que aún se te hacen complicadas, con los detalles que no te gustan de tu cultura o con aquellas obligaciones pospuestas. Has cambiado y tienes que replantearte todo de nuevo. ¿Cómo quiero vivir mi vida a partir de ahora y qué tengo que hacer para que esto sea así?
Quizá tienes que empezar de cero. No es fácil.
Y menos cuando tu querías seguir viajando, seguir prolongando ese sueño de libertad.
Pero todo cambia si ya conoces las sensaciones y las has transitado una o varias veces anteriormente y si vuelves porque has querido o tienes planes para marcharte a viajar otra vez pronto.