El miedo a viajar
Era un miércoles por la mañana, mientras entrenaba en el parking de mi casa. En un momento dado sentí una sensación extraña: no oía nada y, a pesar de ver, tampoco fijaba la vista, como si todos mis sentidos se hubiesen cerrado al exterior. Estaba totalmente absorto en mis pensamientos, pero sobretodo en la intensa sensación de miedo.
Fueron menos de dos segundos, pero suficientes para que me plantease si aquello podía ser un aviso: un aviso de mi cuerpo o de mi “intuición” para decirme que no me fuese, que dejara estar el viaje, que no volase a la India esa misma tarde porque podía pasarme algo.
En el viaje a Sudamérica, el año pasado, me sentí dos veces más cerca de un final de lo que me habría gustado: una haciendo surf y la otra escalando una montaña. No quería volver a pasar por eso. Viajar y vivir aventuras está genial, pero no quería pasarlo mal, enfermarme o tener un accidente grave. Las noticias están llenas de ellos: hace unos meses a una joven del país vasco la asesinaron en una playa de Panamá mientras viajaba con su mochila, a un famoso le cogió un parásito en Vietnam que se le comió una parte de la pierna después de beber agua del grifo y otra chica española está en coma después de sufrir un accidente de moto en Tailandia.
Eso es lo que escuchamos, aquellas historias que nos horrorizan y que siempre acaban en la misma conclusión: viajar es peligroso. Si esas personas se hubiesen quedado en la comodidad de sus casas, esto no les habría pasado.
Decidí no hacer caso esta vez a mis miedos, porque no estaban basados en nada concreto. Tenía que confiar en la vida. Estoy viajando por una razón y quedarme en casa por miedo no solucionaría nada.
A mi amiga Judith, que está aquí conmigo estos días, le pasó lo mismo. Me dijo que estuvo a punto de no venir, que incluso cuando estaba en París, horas antes de tomar el avión, se planteó muy seriamente no cogerlo. Le daba miedo la India. Escuchamos que es un país sucio, en el que hay enfermedades de todo tipo, que no es seguro en según qué zonas, ¿a quién le apetece eso?
Pero yo sé lo que es hacer caso a los miedos. Varios años atrás, cuando vivía en Barcelona, tuve la oportunidad de elegir siempre la comodidad de lo ya conocido: tenía un negocio online en el que trabajaba yo solo, que me daba suficiente dinero para hacer lo que me diese la gana. No tenía que ir a una oficina, ni tener jefes ni compañeros de trabajo. Si algo me daba un poco de miedo o incomodidad, no lo hacía. Total, nadie me obligaba a nada.
Y así viví una temporada: me daba un poco de miedo volar, así que en vez de eso cogía trenes. Me incomodaba tener cosas importantes en propiedad, así que utilizaba una desvencijada moto que me dejaron. No quería invertir en un alquiler o en una casa porque me daba miedo gastar demasiado, así que vivía en casa de mi madre, alquilándole una habitación. Y sí, también me proporcionaba un poco de ansiedad el viajar a zonas desconocidas del mundo (algo que siempre me ha gustado), así que también dejé de hacerlo.
No solo hacía caso a mis miedos, sino que buscaba la comodidad en todos los aspectos de mi vida: por la mañana pasaba horas haciendo yoga, meditación, en el spa del gimnasio, dando paseos… siempre cosas tranquilas, que no me produjesen sobresaltos. No hacía nada que no me apeteciese en el momento.
El gran problema es que los miedos, cuando les haces caso y los mimas, generan más miedos. Algo de lo que yo no era consciente entonces. Noté que empezaban a multiplicarse y acrecentarse. Recuerdo el momento en que me di cuenta de que algo no andaba bien: un amigo me invitó a verle a Premià de Mar, una localidad que está solo a media hora de Barcelona y noté que me daba respeto coger la moto por la autopista. ¡A mí, que he tenido motos desde los 19 años y me ha encantado conducirlas!
Pensé, ¿cómo puede ser? ¿Qué me está pasando? Tenía miedo a todo y te aseguro que no es bonito vivir así. En ese instante decidí que ya estaba bien, que iba a curarme. No solo iba a hacer cosas a pesar del miedo, sino que iba a exponerme a esas situaciones a propósito.
Empecé autoregalándome para mi cumpleaños unas vueltas en Montmeló, el circuito de Catalunya, con un Ferrari de competición. Algo que me encantaba como idea, pero que me producía los nervios típicos de una situación nueva y excitante. Luego me mudé a Tenerife, alquilando una casa y teniendo que comprar un coche por la isla. Después me propuse conducir una avioneta para perder el miedo a volar y así, poco a poco, haciendo cosas que me apetecían a pesar del miedo, salí de aquel oscuro lugar emocional en el que me había metido. Y esa sensación fue una de las más bonitas que he sentido en mi vida.
Volviendo al viaje, siempre existe la posibilidad de que ocurra algo, es una cuestión de probabilidades. Pero lo mismo podría suceder si me quedara en casa; la diferencia es que no suelo ser consciente de ello. Mi mente se siente más cómoda en lo familiar y, aunque no disponga de datos ni estadísticas precisas sobre la probabilidad de accidentes en cada situación, tiende a preferir lo que ya conoce.
Así que al final se reduce a hacer lo que quieres hacer a pesar de sentir miedo y aceptar el riesgo, o no hacerlo: sabes que si viajas a pesar del miedo que te da ir hacia lo desconocido y todo va bien, luego te sentirás genial, no solo por haber experimentado el viaje en sí, sino por haber ‘superado’ esa sensación.
Sabes también que si no viajas por miedo, te quedará esa espinita emocional clavada. Quizá no estás viviendo tu vida como a ti te gustaría, y esa no es una buena sensación.
Pero ¿y si viajas y todo va mal? ¿Qué pasa si me voy y me pongo muy enfermo, o me roban, o tengo un percance grave o -poniéndonos en lo peor- me muero?
¿Y qué pasa si me quedo en casa y tengo un accidente de moto un fin de semana? ¿O me caigo por las escaleras? ¿O me diagnostican cáncer?
Eso es la vida.